Los ojos de Mariana eran marrones, hermosos y convicentes. Bastó un pestaneo oportuno para que Edison, recien llegado de São Paulo, se entregue entero a los deseos de la negra, que si no era la figuración en huesos y carne de Nanã Buruku, al menos se le parecía bastante.
Era martes (el día favorito de la amante de Oxalá) y Edison realmente creyó que había sido su encanto metropolitano el que atrajo a la prieta y los condujo por asfaltos y adoquines serpenteantes hasta ese hueco sucio y de luz muerta, esos cuatro metros cuadrados de catre, sabanas, pulgas y paredes sin revocar.
Cogieron. Se mezclaron apasionadamente hasta que sus cuerpos se volvieron una masa única y pegajosa, se penetraron violentamente al principio y con cierta dulzura después, y finalmente limpiaron sus vergüenzas bajo la lluvia discreta de la ducha del hotel.
Qué regalo inolvidable! Cuánta felicidad para Edison! Y qué pronto se esfumó el ensueño cuando, después de saludarla a lo lejos, descansó sus manos en los bolsillos y notó enseguida que brillaban por su ausencia los billetes enrrollados que guardaba para el almurzo.
Nanã Buruku, amante de Oxalá y (ocasinalmente) Mariana, puta de ojos hermosos, desaparecía a medida que se iba inclinando el empedrado. Se llevaba con ella no más dinero del que vale una moqueca. Y se llevaba también la ilusión entera de un aventurero ingenuo recién llegado a la bahía.
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