Bienvenidos a este bazar cultural, a esta mezcla desfachatada e irreverente que no vacila a la hora de reunir opiniones, sueños, poemas, ideas y polenta con pajaritos. Entre otras misceláneas, en "La culpa no es del chancho" encontrará usted información básica sobre música, literatura, deportes y artes varios.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Un mágico, de esos que no abundan


Ponce, un barrio humilde de Puerto Rico, le quedó chiquito. Tenía 17 años y la convicción arremetedora de siempre, esa que lo trasladó a Nueva York y enseguida le dio trabajo. Durante la década del ’60, muchos latinos fueron parte de una oleada desesperada que empezó a llenar las ciudades americanas con la esperanza de escaparle al hambre y de tener una oportunidad. En esas condiciones llegó a la mítica ciudad, y la magia, esa condición metafísica que destilan solamente los gigantes, lo catapultó.


Comenzó su carrera como cantante en la orquesta de Quio Callegari y la consolidó dándole voz a las composiciones tremendas del trombonista Willie Colon primero, y a su propia orquesta después. FANIA empezaba a consolidarse como un sello discográfico dispuesto a catalogar a todo el latinaje disperso por Nueva York y Johnny Pacheco (uno de los propietarios) enseguida lo conectó con Colón. El cóctel fue explosivo: éxito, fama, discos, mujeres, drogas. Cómo no subirse al tren, siendo tan joven y talentoso. Pero la heroína, dicen, es jodida. Y manejar una agenda tan rigurosa (shows, entrevistas, giras, grabaciones) también es jodido. Él eligió continuar deprimiendo su sistema nervioso central y Willie Colón decidió desbaratar la orquesta.


Pero la salsa, ese rejunte de expresiones afrolatinas en formato de orquesta, estaba en su época dorada. Continuó por su cuenta y los resultados fueron los mismos. El acento boricua que marcaba su procedencia, las letras que no olvidaban al barrio y que dejaban en claro que de niño él también la había pasado mal, la actitud callejera que rezaba “yo no me como ninguna”, se conjugaban perfectamente con su talento, su carisma y su humildad sincera. Su popularidad era indiscutida, una verdadera máquina de vender discos. Y para el sello, eso era lo único que importaba.

Pasaron los años, intentó dejar la heroína, se fue de gira a África con la Fania All Stars (una especie de combinado selectivo con los grosos del género), comenzó a practicar la Santería como religión, se quiso un poco más, se prometió descansar, regresó a Puerto Rico y finalmente volvió a las drogas.


Su organismo, bastante cacheteado a esta altura del partido, tuvo que soportar varias estocadas más. Cada tanto reaparecía sólido, rejuvenecido, con fuerza y con un nuevo disco bajo el brazo. Pero después, presa de él mismo, volvía a recaer. Y la prensa, siempre dispuesta a comercializar con el morbo y las acciones privadas con tal de vender una tapa, a menudo se nutría con el timing del cantante.

Es electrizante ver cómo lograba plasmar sus tragedias personales en las letras de sus canciones. Basta con escuchar alguno de sus discos para comprender que su manera sufrida de cantar no era un montaje. A las drogas (que hace rato habían dejado de ser una cuestión lúdica para convertirse en un problema serio de adicción) hubo que sumarle la muerte de un hijo. Para colmo, a comienzos de la década del ’80 el género salsero empezó a perder popularidad y, a pesar de que él siguió grabando, las radios ya no fueron ese aliado fiel que mantenía sus canciones en lo más alto de los charts.


Se estaba apagando. Su voz no era la de antes y, a pesar de todos sus problemas, los contratistas lo exigían como siempre. Intentó suicidarse tirándose del décimo piso del Hotel San Juan, en Puerto Rico. Pero ni siquiera en esa decisión lo acompañó la suerte. Se fracturó todo el cuerpo y quedó parcialmente paralizado. Por contrato, tuvo que seguir cantando postrado en una silla de ruedas; así de cruel es la industria discográfica. Y así pasó sus últimos años, viviendo como podía en Nueva York, sin un peso y con la angustia eterna por comprobar que la mayoría de la gente que siempre lo rodeó, lo hizo por intereses comerciales. Murió bastante solo, luego de una complicación con el virus del sida, enfermedad que contrajo entre lujurias, placeres y pichicatas.



Esta historia no pretende seguir removiendo la vertiginosidad con la que “El cantante de los cantantes” manejó su vida. Sino más bien homenajear a un artista talentoso, que tuvo una vida dura, marcada por tragedias de las que no se pudo recuperar nunca. Así y todo, siempre mantuvo su sonrisa, aún cuando las penas le quebrantaban el corazón. Era un mágico, de esos que no abundan. Se llamaba Héctor Lavoe, y a menudo en sus shows decía: “Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”.

A continuación, un registro de su música. "Juanito Alimaña" pertenece al disco "Vigilante" del año 1983.

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