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lunes, 11 de enero de 2010

Algunas consideraciones sobre la célebre y fructífera vida de Mustafá Agur Kapodistriou

Así como el pueblo uruguayo se disputa orgullosamente con sus vecinos rioplatenses el nacimiento en tierras charrúas del legendario cantante arrabalero, los tesalónicos que vivieron en Grecia en 1820 sostienen decididamente que el trovador popular más famoso que alguna vez haya cantado en las islas del Mar Egeo, nació en las costas que convergen en el golfo Estrimónico. Son los habitantes del actual pueblo de Kalamaria quienes disienten con los tesalónicos, adjudicándose su nacimiento y con él, toda su magia trovadora. Y no es para menos. Mustafá Agur Kapodistriou fue una leyenda que, de ser física y políticamente posible, los uruguayos también hubieran querido nacionalizar.

Según los registros orales, el mítico cantautor habría compuesto más de cuatro mil setecientos cantos persas, además de numerosos víktoros que aún hoy se escuchan en las fondas turcas, acompañados de flautas y tamboriles. Fue, además, el célebre gestor del paparkópolus -una especie de chacarera trunca con aires de minué- que fue furor en los bailes de feria de toda Asia Menor.

Kapodistriou –así lo indica la tradición oral- tenía una voz femenina celestial que provocaba, al menos, confusión. No se trataba de una técnica laríngea, tampoco de una marca de estilo. Por demás, el trovador no era considerado un afeminado ni gustaba de los deleites masculinos. Pero su vos era, sin dudas, de mujer. Lo confirman las versiones alimentadas de boca en boca por los marineros y comerciantes que pululaban por el Mar Mediterráneo, llevando a cuestas la historia del gigante de la lírica.

Su extraña condición vocal causa sensación incluso más allá de los límites marítimos afianzándose también en los pueblos del norte de África, principalmente en Túnez y Argelia. Su arte ha inspirado –según indican los continuos aportes de los orgullosos tesalónicos- a la posterior creación de la música rai, estandarte sonoro argelino cuyo universo tonal y rítmico aparece alrededor de 1890 en el oeste de aquel país, precisamente en la ciudad de Orán.

En 1870, tras difundir su arte en distintos sectores de la península balcánica, se instala en Sarajevo, capital política y cultural de la actual Bosnia y Herzegovina. Los conflictos territoriales de la época lo ubican como testigo ocular de varios enfrentamientos. Entre la vasta producción musical del artista se han encontrado sonetos cuyos versos imploraban la pacificación del conflicto. No obstante, ocho años más tarde el Imperio Austrohúngaro ocupa el país, exacerbando la disputa y tornando inminente la posibilidad de una guerra.

En esos tiempos tan animosos, cualquier intento de acercamiento cultural por parte de los artistas de la Europa oriental desemboca, como mínimo, en severas golpizas por parte de sus pares occidentales. Sobre todo, al referirse las piezas a cuestiones religiosas. Cabe aclarar que la distribución estadística de la religión de los habitantes de la antigua Yugoslavia comprende al 88% de los croatas como católicos romanos, al 90% de los bosnios como musulmanes y al 99% de los serbios como cristianos ortodoxos.

Según la escasa documentación existente, sólo la voz dulce y femenina del ya famoso Kapodistriou logra, por aquel entonces, calmar la furia y apaciguar las bataholas que brotaban en los Balcanes. Su arte exótico, distinto, hermanaba sin cuestionamientos de fe o fronteras políticas.

La historiadora Irene Morgendörfer, aporta algunos documentos valiosos que refuerzan esta teoría. Un daguerrotipo –algo estropeado por el paso del tiempo- retrata al célebre cantautor ejecutando un laúd pentacordio. A su diestra puede verse el cuerpo desfachatado de Gavrilo Princip, miembro del grupo nacionalista Joven Bosnia. En la imagen aparenta felicidad y sostiene en alto –a pesar del prohibicionismo islámico- una botella de mazeca, una especie de aguardiente local. Se abraza, en actitud densa y beoda, con el –por entonces- príncipe de Prusia, Wilheim II. A éste último también se lo ve sonriente, y en su forma de erguirse se advierte una clara postura danzarina. Una imagen vale más que mil palabras: Mustafá Agur Kapodistriou logra por un momento lo que varios años de conflictos no pudieron, es decir, hermanar a los líderes de tan diversos intereses políticos, económicos y culturales.

Gracias a su incipiente aporte artístico y a la curiosidad que genera su vos femenina, Kapodistriou realiza innumerables viajes por toda Europa deleitando a los pueblos, independientemente de su condición política o religiosa. Lo hace junto a un grupo de comerciantes musulmanes quienes, en soberbias jaulas de acero pasean, junto al cantautor, a dos osos prietos de la China Imperial, a un elefante africano que realiza proezas con una cuba y una esfera anaranjada, y a tres enanos turcos, especialistas en malabares con sables y en danzas otomanas.

Mayor consagración histórica debió haber tenido, quizás, Mustafá Agur Kapodistriou. A pesar de su aporte cultural, absolutamente nadie salvo los tesalónicos, los kalamarios y –tal vez- los uruguayos, llora el anonimato en el cual murió el célebre trovador. En una práctica de rutina previa a la función que el circo ambulante daría en Schleswig-Holstein, al sur del imperio Prusiano, uno de los enanos turcos comete un error de cálculo. Un sable corvo con destino incierto aterriza, caprichoso, en el abdomen de Mustafá. La herida es grave y este artista, quizás uno de los mejores que haya acuñado el imperio Otomano, muere en el acto. Tenía sólo 93 años.

Para VS

1 comentario:

  1. Gracias por la dedicatoria, R.
    Me guardo los halagos para que no te pongas colorado. Chinchín!

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