Oxidada y algo mellada. De tonos pardos, marrones y ocres. Gastada por el paso del tiempo, la cota de malla que alguna vez lució Namadjén, el Prudente en los desfiles primaverales de Kamastén, descansa para siempre en alguna de las bóvedas del clan Rikjoudie.
¿Qué probabilidades tendría de volver a blandirse mágica y destellante? Pocas. Ninguneada por los descendientes de aquella casta de guerreros, la armadura de antaño hoy no es más que un montón de cuentas de acero desparramadas en un cuarto penumbroso, seco y olvidado. No existe, y sin embargo allí está. Y allí permanecerá cientos de años más hasta que, algún día, los habitantes modernos de aquellos valles de la mesopotamia asiática, decidan vender el lote mortuorio a las empresas de construcción. Y entonces, mientras despojen de su historia a las arcas familiares, verán la armadura. Investigarán su procedencia, querrán averiguar sobre los acontecimientos épicos, de los que sin duda fue testigo. Regresarán en el tiempo y finalmente sabrán de las matanzas, de las injusticias, de las batallas estúpidas y de las necesarias. Verán la armadura en cada imagen desgarradora de Namajdén, el belicoso antepasado. La imaginarán manchada de sangre, de traición, de lodo, de culpa. La detestarán. Se avergonzarán –no mucho- del destierro de aquel guerrero y de su posterior venganza contra los monjes Blandhur. Creerán que está maldita, y tal vez tengan razón.
Quizás, luego de papeleos y carambolas del destino, termine iluminada tenuemente en la repisa aburrida algún museo histórico. ¿Pero por cuánto tiempo? Tarandhur, tal como se conoce a la armadura de los guerreros Rikjoudie, está destinada a reaparecer y, así, a revolver la historia.
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