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jueves, 14 de enero de 2010

Un sobreviviente con destino de poeta

Fabio tenía 44 años y una urgencia loca por dejar descendencias en este mundo. Sentía que se le acababa el tiempo y Lorenza, con todos sus rulos, sus 39 pirulos y su altanería a cuestas, había decidido ya hace mucho no congraciarlo.
Cuando Italia toda atravesaba las vicisitudes de los años 30, la pareja vencida vivía en Cardeto, un pueblo rural cercano a las rúas de Calabria. La potencia mediterránea ganaba el Mundial de fútbol del año 34 y Benito Mussolini se consolidaba como mandatario, hincha explícito del totalitarismo fascista. Para un pueblo acostumbrado a hacer justicia por mano propia (apañada e impartida por la ‘ndrangheta, organización mafiosa calabresa) la resolución de conflictos a punta de machetes o revólveres no era nueva. Fue por eso que a nadie en el pueblo le sorprendió que Lorenza gatille pasionalmente seis veces sobre el cuerpo desconcertado de Fabio, al enterarse de su amorío secreto con Mariana, la más joven de las hijas del pescadero Manuel De Cicco.
Si en los pueblos chicos el infierno es grande, la noticia del presunto embarazo repentino de la muchacha -apenas tenía 17 años- infló las venas y arterias de Lorenza que, enterada del affaire, no tardó en calcular la regla de tres simple. Guiada por la furia enceguecida que tienen los animales cuando se descubren encerrados en una jaula, Lorenza saltó el cuerpo abatido de su marido que se desangraba despacio y fue en busca de Mariana. La muchacha sorteó el pequeño lote de olivos y después de trastabillar algunas veces desapareció entre las colinas. Si no hubiera escuchado los gritos de Lorenza y los seis estruendos secos del revólver vengador sin dudas habría corrido la misma suerte que Fabio.
Cardeto no es muy grande ahora y mucho menos lo era en ese entonces. La supervivencia de una joven soñadora en manos de una hembra frustrada, impotente y sin nada más que perder, no iba a ser fácil en ese pueblo olvidado entre las montañas del sur italiano. La única opción para Mariana era sumarse a la caravana de personas que huían de sus propios pecados y del incipiente fascismo. El destino, la tierra de las oportunidades. América.
El pescadero, un hombre rústico, viejo, católico y contribuyente riguroso a los intereses de la Famiglia Montalbano, contaba con el consejo y la protección de la Organización. En recompensa por tantos años de fidelidad para con la ‘ndrangheta, recibió dos pasajes para abordar el “Stella della Sotto” y partir rumbo a una nueva vida para su niña. Murió a los 18 días de haber zarpado, algo triste, curtido por el sol de tantos años de trabajo y mirando la panza de Mariana, que crecía precipitadamente.

Alfredo cuenta la historia con más dramaturgia de la necesaria. Pero no deja de ser cierta. Hoy Mariana no es más que una foto enmohecida que cuelga de una pared. A sus 75 años, el sobreviviente de aquella anécdota de mafia, traiciones y vendettas prefiere no levantarse de esa silla de mimbre, toda desgarrada, que lo sostiene sentado en su casita del barrio de Caballito. Pero no se queja.
Cuando terminó el secundario en el Colegio Nacional Mariano Moreno, Alfredo enfrentó a la vida. Fue lustrabotas, vendedor de aceite, empleado de comercio y albañil. También descubrió su amor por los colores verdolagas, esos que se estampan orgullosos en la casaca de Ferrocarril Oeste y por otra gran pasión que lo acompañó desde el día en que conoció a Baldomero Fernández Moreno, su profesor de castellano: la poesía.

Se dejó llevar por las influencias sonetistas de Bernardez, Themis Speroni y García Saraví y por la magia literaria de Debole, Ceseli y Borges. Se convirtió en un gran poeta y en forma paralela (porque el arte no le da de comer a muchos ni paga las cuentas de la casa) se recibió de médico. Más tarde volvió a la Europa de la que tanto hablaba su madre y estando en Francia conoció a Paul Leloire, René Char, André Bretón y Margarite Durá. El combo fue explosivo. De regreso en su Caballito natal publicó varios libros, llenándolos de sonetos que contienen las historias de aquellas mujeres que amó y también de otras que podría haber amado, de haber aguantado su corazón tanto dilema moral.
De su libro “De liturgias y anillos” (Vinciguerra, 2008) reproduzco el soneto Yudith, de la página 73.

Él escribe los libros que ella ama.

Ya no puede caerse
porque estrecha su mano.
Han llegado de abajo de los siglos
en horarios de trenes y palomas.

Ella se reverencia con su nombre,
con su raza pagada con su sangre
con su piel de holocausto.

Él luce un verde nuevo con atuendos de arcángel
y aquello que ignoraba de sí mismo.
Algo que desconoce todavía
pero que ella lo sabe.

Hablan de catecismos, de caricias,
se integran en el goce.
Se penetran de extraños desapegos,
de símbolos, de rostros.
Recorren solideos de todos los caminos.
Organizan un tour a las estrellas.

Él tiene labios ríspidos pero eficaces.
Ella es más que una boca apetecida
y le arranca palabras preciosas al silencio.

Son primeros amantes. Son del viento
y buscan radicarse en la esperanza.
Aprenden la sensualidad del pecado
y su espiral que no termina nunca.

Imposible seguirlos. Los bendice, los lleva
el azar de una cruz y un candelabro.
Estarán en los mapas de la luna
cuando el amor estalle sobre el tiempo.

NOTA: El soneto le pertenece al poeta argentino Alfredo De Cicco. La historia precedente (completamente ficticia), a quien suscribe.

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