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lunes, 14 de diciembre de 2009

Grandes crónicas pasajeras

Sin proponérselo, más bien haciendo uso de su espontaneidad discursiva, el Capitán Álvaro Evaristo Sacacorcho ha vuelto a escupir sus ideas en la vieja Olivetti de su padre, regalándole al mundo otra de sus grandes crónicas pasajeras.

Mi bife de chorizo aún humeaba cuando tuve que partir de urgencia hacia el Limbo de los Perdidos, lugar que abrazó infinitos misterios a partir de la década del ‘60. A lo largo de la historia, las aguas del Atlántico han sido testigo de extraños sucesos. Existe un mito, un relato que ha dejado de ser puro entretenimiento para turistas curiosos y ha pasado a ser considerado por científicos y hombres de poder como un enigma serio y sin respuesta.

El triángulo del diablo
En aquellos tiempos de lucha por los derechos civiles y las políticas de inclusión de los ciudadanos afro americanos, tuve la oportunidad de intercambiar unos ricos mates y un sinnúmero de opiniones con el mismísimo Martin Luther King. Recuerdo que fue en febrero de 1967, unos años después que el reverendo obtenga el Premio Novel de la Paz. Luego de un amargo bien cebado me dispuse a contarle al líder pacifista la historia del Triángulo del Diablo. Ya en el año 1951 la sociedad estaba conmocionada por una serie de sucesos ocurridos en Centroamérica. Numerosos barcos y aviones se averiaban y luego se hundían al adentrarse en una zona misteriosa, un extraño triángulo conformado por los vértices de las islas Puerto Rico, Bermudas y Cayo Hueso (península de La Florida). Los documentos registrados hasta el momento denunciaban a más de mil personas, junto a otras cien naves y aeronaves, desaparecidas en aquellas aguas tan paradisíacas como siniestras.
King me escuchaba atento, y además se mostraba fascinado por mi técnica a la hora de cebar mate. Le gustaba eso del folclore rioplatense, de los gauchos matreros, las partidas de truco, el termo siempre bajo el brazo y esa debilidad maestra que todos tenemos por el balompié. Tan simpática le resultó mi visita al orador que no tardó en invitarme a proseguir con nuestra charla off the record y dejar de lado las formalidades absurdas. Enseguida me saqué las chancletas y me dispuse a continuar con mi relato.
- Yo no se qué onda señor King, pero deberíamos ir a echar un vistazo -, le dije ansioso.
A lo que el líder me respondió: - Para mi, más que misterios inexplicables, acá hay tongo del gobierno yankee. -
Sus palabras fueron contundentes. Volví a mi casa y me puse a trabajar en el caso. El reverendo hizo lo propio. Un año más tarde volví a visitarlo y enseguida resolvimos hacer un viaje hacia el tan cuestionado y misterioso lugar.

No sé muy bien que pasó después. Yo, Álvaro Evaristo Sacacorcho, soy un hombre que lee poco los diarios y casi no mira televisión. Nunca comprendí la causa por la que luchaba King, ni mucho menos entendía los trasfondos políticos que esta lucha denostaba. Lo noté preocupado por la guerra en Vietnam, por la violencia en el mundo y porque su vecina Norah debía ceder el asiento en el colectivo, a pesar de sus 73 años y su problema de esclerosis, y sólo por ser una anciana de descendencia africana. Sea como fuere, al día siguiente mi compañero de investigación apareció muerto de un balazo en Memphis, Tennesse.
Yo no quise adentrarme más en el asunto, y me dispuse a continuar solo con la investigación.

Ya son ocho las expediciones que realicé al Triángulo de las Bermudas desde el día de aquel trágico episodio. Recavé información de los lugareños y los eventuales turistas, y hasta el día de hoy no había obtenido buenos resultados. Pero seis días atrás recibí por la mañana un llamado urgente de uno de mis informantes con datos claves sobre el asunto.
Llegué a La Florida cuando el sol ya casi no regalaba su magia y me embarqué en un pequeño pero confortable lanchón, dispuesto a navegar, una vez más, las misteriosas aguas atlánticas. Durante cuatro días recorrí atento cada metro cuadrado. Estaba mojado, rabioso, frustrado y, para colmo, la reserva de tabaco para pipa comenzaba a escasear. De pronto vislumbré a lo lejos una especie de embarcación pequeña. Me acerqué lo más que pude y pronto advertí que se trataba de una boya, o algo parecido. Cuando estuve a pocos metros del objeto flotante supe con claridad que se trataba de un inodoro sujeto a una plataforma de madera. Sí. Un simple, común y corriente retrete blanco, como el que tiene Ud. en su hogar.
Enseguida recordé el suculento sándwich de bondiola que ingerí aquel mediodía en la costanera, momentos antes de tomar el vuelo hacia Miami. Fue entonces cuando dentro de mi estómago se libró la batalla más impresionante que alguien haya visto jamás entre gases y jugos gástricos. Fue extraño. Mis deseos más fervientes por echarme el más épico de los garcos se condensaban en la quijotesca figura de un inodoro que flotaba unos metros más adelante. Mi cuerpo sudaba, se retorcía por dentro y ya no pensaba en otra cosa que en purgar mis pecados gastronómicos en aquel oasis de cerámica.

Luego de aquel episodio abandoné mi investigación. Pronto olvidé los misterios que me habían conducido hasta aquellas aguas. También olvidé las personas, las embarcaciones y los aviones misteriosamente desaparecidos. Olvidé, además, mis memorables charlas con el reverendo M. L. King. Pero les puedo asegurar, querido lectores, que del soberano cago que yo, Álvaro Evaristo Sacacorcho, me eché en aquel inodoro flotante en algún punto disperso del Limbo de los Perdidos, no me olvidaré jamás.

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